Escribo mi columna mientras escucho la crónica de muertos por causa de los incendios forestales en Galicia y Portugal. Nuestros vecinos lusos han declarado el estado de calamidad. Y tanto. En junio o julio en el país del fado morían más de sesenta personas atrapados por un fuego en la carretera. En Guadalajara hace unos años más de once muertos y tres desaparecidos.
Veranos y sequías como las de 2017 son terreno abonado para el fuego. España es —no hablo del problema de Cataluña— una tea dispuesta para arder en pleno mes de octubre. No cae una gota desde mayo. En el agro se respiran aires de ruina y ceniza. Ya se sabe, al perro flaco…
Me inquietan las noticias sobre el origen de muchos incendios: la mano del hombre está detrás. Una rencilla, un puesto de trabajo, una valla o un simple descuido. La negligencia de una barbacoa desencadenó el infierno en que murieron los once retenes de Guadalajara.
En el plano criminal y judicial, identificar al autor se hace tarea difícil, a veces misión imposible. Con frecuencia las acusaciones se sostienen sobre el encaje de bolillos de unos débiles indicios y de pruebas endebles. La mano del pirómano es alargada, y muchas veces impune. Las condenas son escasas. Pocos pagan el mal que hacen al amparo de la soledad, del despoblado o del abrigo de la noche.
En este escenario se me antojan livianas las penas previstas en nuestro Código Penal para los cuatro pirómanos al año que son condenados. Es cierto que se han endurecido las penas por estos delitos y que hoy, al menos en teoría, se puede ingresar en prisión por pegar fuego. Sin embargo, es raro ver en la trena a los incendiarios por este tipo de delitos. En el balance global incendiar sigue saliendo barato y muchas veces gratis.
Quizá por eso piense que más que en la vara y en la represión del delito (que también) la clave y el acento debe ponerse en la prevención de los efectos ilícito. Con media España despoblada, y amplias zonas convertidas en un desierto de población como en Siberia, las masas forestales (eso dicen los expertos) son una pira en potencia. Aclarar bosques, construir cortafuegos y mantenerlos, limpiar las masas forestales y conservarlas en un estado adecuado deberían ser una política de Estado y una prioridad. Los incendios han dejado de ser un mero problema medioambiental para convertirse en una emergencia civil. Los grandes incendios sólo se apagan con gestión forestal y planificación territorial.
El fuego ya no es sólo un problema para la biodiversidad: afectan a familias, a vidas humanas y a viviendas. Los incendios son una cuestión de orden público o de seguridad colectiva. Quienes en Cangas de Narcea, el Alto Silo o Pontevedra queman y tiran de cerilla son una suerte de terroristas medioambientales y así deben ser tratados. Pues eso.