4.955 municipios españoles tienen menos de 1.000 habitantes empadronados; 2.652 localidades de la España rural languidecen con menos de 500 habitantes. Teruel, parte de Guadalajara, Soria, parte de Zaragoza… han sido bautizados como la ‘Siberia española’.
Tienen índices de 1,63 habitantes por kilómetro cuadrado e incluso menos, lo que equivale a densidades de población equivalentes a Laponia o Siberia, las regiones menos pobladas de Europa. Castilla-La Mancha y Castilla y León, tienen la misma población que en 1900. Más de un siglo después.
El éxodo que se empezó en los años 50-60 en España se cronificó y agudizó en las décadas siguientes. Hoy atenaza la garganta de miles de pueblos de una España que demográficamente languidece y con ello los recursos, la cultura y las oportunidades de esa parte del país en la que vivieron nuestros padres. A la contra, las grandes urbes como Zaragoza, Sevilla, Madrid o Barcelona, ven incrementar sus censos y su perímetro. La España urbana (en el mismo proceso de envejecimiento, por cierto) se come a la España rural.
Este fenómeno ha dado lugar a que los sociólogos hablen de demotanasia, desierto geográfico o etnocidio silencioso. «Media España está biológicamente muerta y condenada a su inmediata extinción», refería un experto. Es el caso de comarcas como Molina de Aragón o Campo de Montiel, que paulatinamente ven como sus casos urbanos quedan vacíos. El presidente extremeño, Guillermo Fernández Vara, dijo no hace mucho «cada vez somos menos y más viejos».
La despoblación rural y el crecimiento de las grandes ciudades tienen mucho que ver con el crecimiento imparable de fenómenos como el animalismo. Los lazos con el agro se han roto. Las autovías y la mejora de las comunicaciones han mejorado las distancias, pero han hecho visible a gran parte que fuera de los pueblos existe otro mundo, y que en él, las oportunidades son, aparentemente al menos, mayores. El éxodo continua imparable.
Cuando la generación de nuestros padres y la nuestra no estemos, el hilo conductor con los pueblos desaparecerá para gran parte de la población. De ahí que la mayoría de las ciudades tenga la capacidad de imponer los nuevos dogmas sociales a la minoría social del campo, menos dinámica, mucho más envejecida, aislada. La media de edad en la España rural supera con creces la de las ciudades y con ello su capacidad para comunicar y para reivindicar sus necesidades.
La despoblación y el coma profundo poblacional de los pueblos se convertirán en un problema de Estado. Ya lo es. Las comunidades rurales, cada vez más aisladas y con menos votantes, tendrán menos peso en las decisiones políticas y administrativas. Las Administraciones son ya cada vez más timoratas a la hora de proteger sus intereses. Se convertirán en una verdadera minoría, vulnerable, como todas las demás.
No dudo de que las movilizaciones, las reivindicaciones y el ser contestarios tendrán un efecto parada o de freno en los ataques o la incomprensión al mundo rural. Sin embargo, no podemos obviar el problema de fondo que persistirá, que no tiene otra solución que políticas activas y contundentes que fomenten la residencia en los pueblos, la presencia de niños en las escuelas y la igualdad de oportunidades. Ahí está el reto. Mientras tanto, ¿quién quiere vivir en un pueblo?